viernes, 8 de agosto de 2014

Tomates Agrios y Salados. Quizás no eran agrios o salados, tal vez ni tomates


En la tarde del primer intento de sensatez, Liz le fue a visitar como cada tarde de domingo. La carita llena de luz y sonrisa blanca, ella le saludó con un gesto, su manita suave tocó el vetusto rosto de él, apenas se movió, no pronunció palabra alguna, cabeza agachada. Ella le acarició, peinando su pelo, él se enderzó y le miró con ojos profundos por tiempo sostenido al viento, entonces habló:

- Hola Liz.
- Veo que estás mejor, dijo ella.
- Sí. 
- Te traje unos dulces, yo misma los hice.

Liz procedió a destapar la canasta, delicadamente cubierta con un paño de percal bordado en sus tardes de espera. Eran frutas secas preparadas con miel de rosas y aceite de sésamo, varias piezas, siete en total. El la observaba en silencio, parecía no respirar por temor a marchitar aquella flor que adornaba el estrecho cuartito que ocupaba. 

- Cuéntame algo de ti, dijo Liz.
- Sabes? Sigo pensando en esos recuerdos.
- Aún piensas en eso? Sabes que no es verdad eso, no es más que tu imaginación.
- No me crees pero es algo que está muy dentro de mí, no puede ser otra cosa que algo parte de mi vida.
- A ver, qué recordaste hoy?
- Lo de aquella noche en el bar de Jimmy. Y mientras le narraba, su mente volaba a esas horas de la noche.

Llegó arrastrando su calzado ajado como su rostro por la polvorienta calle de ese pueblecito olvidado. La luna no mostraba completa su faz,  parecía tener hoyos en su lado oculto del alma, donde las caricias se quedaban nuevas en el recuerdo. Las paredes de las casas de adobe esta noche reflejaban colores desconocidos, parduzcos y tristes claroscuros que se iban difuminando al paso del tiempo muerto y asesino, pesado fardo de la civilización que no se acercaba. Las teas de las farolas en la callejuela de La Alegría hacían burla de su rostro herido por el tedio y la espera.

Por fin se decidió a entrar el esa taberna, la única del caserío, la del viejo Jimmy, con su letrero que saludaba con sorna; tomates agrios y salados, el plato que ofrecía el jóven Jimmy en años de crisis y esperanza a los obreros del tren,   aquellos que dejaban su sudar y su cantar alegre al colocar las traviezas pernadas sobre los perfiles de hierro que prometían traer la abundancia de la ciudad grande y el amor que esperaba.

Era un plato de vista no muy agradable pero por el precio de un centavo de dólar, podías llenarte el estómago de algo caliente y de buena cantidad, muy apropiado para los tiempos de crisis que se vivían en el sur. Era una mezcla de sangre de pollo, tomates adobados con naranjas que descartaban en el almacén de provisiones de la West Fargo, algunos vegetales traídos de la China y unos hongos raros del patio de Jimmy.

Nunca vino el amor, tampoco el progreso, los obreros se alejaron con sus cantos de añoranzas y aventuras no vividas en ese paraje olvidado por el diablo, recordado por Dios pero poco, como rezongaba el Jimmy cuando se abandonaba para ser el viejo nombrado.

Después de eternos segundos cruzó el portal y como cada noche pisó la madera desvencijada que rechinó anunciando llegada poco importante, de las siete mesas pocos borrachos movieron la vista de su jarra de aluminio donde brillaba el aguardiente por la luz que titilaba. Se encaminó a la mesita encorbada al lado del piano donde se entonaba una de las tres o cuatro tonadas que decía saber el Pesado Ernesto, aquel alfeñique envuelto en su gabardina gris pizarra y con la chalina a crochet que le había regalado la amante inglesa que vino con el tren el año de la luz.

 

Ya en su asiento tan delicado como la mesita, volteó a la cantina y haciendo una mueca, mostrando su dentadura imprecisa, le hizo saber al Jimmy de su requerimiento, el único vaso de cristal de la estancia, ahumado por las velas del tiempo bebido a lágrimas y su botella de ayer, marcada con el cuchillo para mostrar el nivel en que se guardó.

Liz le sacó de su ensoñación:

- Prueba uno, te hará bien. Y deja de pensar, eso de los tomates es una película que vimos juntos antes de que te trajeran aquí. 

Sin inmutarse continuó en lo suyo, y sorbiendo estaba su quinto trago cuando sonoramente crepitó la escalera al segundo piso donde vivía la reina, todos suspendieron su acto de macho pueblerino, de macho derrotado y envejecido. Paró el piano, el Pesado Ernesto apuró su trago con permiso de la indiferencia a la gracia femenina. Uno tras otro paso fue paseándose peldaños abajo la reina, vestida de cancán diluído como su carita de porcelana china pero vieja, sombrero en hiesta de pluma azúl.

Cruza todo el salón con garbo y la elegancia que le adornó años ha, cuando se ganó el título nobiliario de suprema de la cantina de los tomates agrios y salados, tan agrios como sus días y salados como las lágrimas dejadas caer después de recibir a sus subditos amantes. En silencio sentó al lado del único ser masculino que no conocía de sus caricias vendidas a destajo, al que extraña cosa le había picado y le amaba. Bebieron como cada noche juntos, callados y él admirado con su rostro de ángel que solo estaba ya en su mente enamorada.

Llegado el nuevo día por la ventana que se amarillentaba, él se levantó y, haciendo una reverencia, le besó la mano blanquesina y callosa. Disfrutó por unos segundos su perfume de gata juguetona y ojos galanos y se marchó hasta el próximo encuentro de amor.

Liz se enjugó una lágrima necia, sintió dolor en su garganta y su pecho, lo vio alejarse sin despedirse, junto a los demás se sentía vivir.  En el patio se sentó en una banqueta al sol, sonreía con la mirada lejana, como esperando el tren que no venía, viviendo en su tiempo soñado del cancán y la petite folies.

Ella no lo quería admitir pero su amor estaba destinado a pasar el resto de su vida en ese cuartito de paredes blancas y acolchadas, tomó su celular y llamó a cualquiera que la escuchara llorar.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Para una comunicación más diáfana, usa el ID de Google (Tu cuenta de Gmail) para identificarte en el blog.